Muerte, Angustias, y Pesares
Muerte, Angustias, y Pesares
“El día de
la muerte (es mejor) que el día del nacimiento” Para el lector que no sea salvo
estas palabras serán suficientes para confirmar su opinión de que Koheleth
(Salomón) debió ser un pesimista. Para el creyente iluminado sin embargo las
mismas palabras le revelarán como a un maestro optimista del espíritu. Desde el punto de vista del Eclesiastés ¿qué
es esta vida actual y presente? Se resume en las palabras “Vanidad y aflicción
de espíritu” para todos aquellos que no hayan llegado nunca a ver la conclusión
de todo el asunto (12:13, 14). Esta vida presente se expresa en la sinónima
sentencia o cláusula que dice: “todos los días de la vida de su vanidad, los
cuales él pasa como sombra” (6:12). Al fin de esa vida tan solo hay el
“acontecimiento único”, y el “único lugar ”.
“Como
salió del vientre de su madre, desnudo, así vuelve, yéndose tal como vino, y
nada tiene de su trabajo que llevarse en su mano.” (5:15).
La carne
no aprovecha para nada. Esta vida tan solo puede ser bendita y llena de
propósito cuando se considere y vea como un lugar de disciplina y
entrenamiento, apropiando a la persona para el verdadero servicio y la vida que
es realmente la vida en resurrección. El día de nuestro nacimiento nos trajo a
una esfera dominada por la ley del pecado y muerte. Al nacer somos “sembrados
en corrupción”, deshonra, debilidad, un cuerpo meramente natural. La
Resurrección transforma todo esto. Somos resucitados en incorrupción, gloria,
poder, y con un cuerpo espiritual. La primera declaración se conecta con Adán
(1ª Cor.15:45, Ecles.6:10; Hebreos), la segunda con Cristo.
Si estos
hechos pueden en alguna medida ser apreciados, apreciaremos también las
palabras del Eclesiastés cuando dice: “El día de la muerte de una persona es
mejor que el día de su nacimiento”. A la hora de la muerte desaparece el
peregrinaje, se acaban las lecciones, termina la disciplina. Para el creyente
habrá para siempre desaparecido el castigo y el poder del pecado. La muerte que
sobre él haya caído nunca más volverá a recaer de nuevo. La vida presente con
todas sus bendiciones y placeres y oportunidades es una vida que se desgasta y
acaba en corrupción, y en la esfera de una maldición. Una tal condición no
puede ser inmortal. La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios,
así como tampoco puede la corrupción heredar la incorrupción. Siendo así, aun
cuando la mente y el corazón se vean apretados por el valle de sombra y de
muerte, cualquiera puede darse cuenta de que la muerte es una necesidad
(“transformación” será el equivalente para los santos que estén vivos) si es
que vayamos a entrar en la plena bendición de la redención.
El
Eclesiastés no nos está dando la falsa idea de que la muerte sea una amiga o un
“ángel de luz”. Este pensamiento se deja para el incrédulo en su intento por
ocultar el terror del último enemigo. El creyente enseñado por la Escritura no
se ilude o engaña en cuanto a la muerte. Job llega más lejos y relata mismo
“los gusanos destruyendo su cuerpo”, cuando sabía bien que su Redentor vivía.
Pablo pudo hablar de la muerte y el sepulcro sin omitir o ablandar palabras
horribles, puesto que la resurrección le quitaba todo su aguijón y victoria. El
Eclesiastés enseña que los únicos en esta vida que pueden disfrutar de algo
bueno en ella, en el verdadero sentido, son aquellos que, habiéndose dado
cuenta de su transitorio carácter, sean conscientes del hecho de que esta misma
vida no sea su reposo sino su escuela, y quienes, sabiendo que la vida en su
total plenitud no podrá venir a introducirse hasta que despertemos satisfechos
con la misma imagen de Cristo, asienten afirmando su mente en las cosas de
arriba, donde se halla Cristo. Como resultado de creer que el día de la muerte
sea mejor que el día del nacimiento, Koheleth continúa, diciendo:
“Mejor es
ir a la casa del luto que a la casa del banquete: porque aquello es el fin de
todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón” (7:2).
El hombre
del mundo razona y argumenta en la dirección exactamente contraria. Viendo que
la muerte sea el fin de todos los hombres, se dice a sí mismo: “Bebamos y
comamos, démonos en casamiento, porque mañana moriremos”. Una vez más somos
conscientes de que la resurrección hace toda la diferencia. Ambos, tanto el
creyente como el incrédulo, pueden decir “mañana moriremos”, el uno festeja, y
el otro ayuna. Es algo natural que digamos: “Si esta vida tan breve tiene que
acabar en muerte, ¿por qué no vamos a sacar de ella todo el partido que
podamos? ¿Por qué no vamos a aprovecharnos de todo cuanto nos dé? En otras
palabras, pongamos las angustias y pesares de fuera; comamos, bebamos, y
démonos en casamiento. Esto es lo natural. Sin embargo, cuando somos enseñados
por el Espíritu de verdad, razonamos viendo que esta vida presente tiene que acabar
en muerte, y que las plenas bendiciones no pueden introducirse por la carne y
la sangre; además, si hay esferas de servicio que vayan a ser introducidas en
la vida venidera que puedan conllevar alguna analogía con nuestra fidelidad
presente, y si un eterno peso de gloria otorgado a quienes aquí pasen por una
leve tribulación momentánea, y si además, el amor hacia nuestro Redentor nos
compunge y constriñe a permanecer firmes a Su lado, salgamos fuera del
campamente y seamos afligidos en Su reprensión – entonces no procuraremos ayuda
en este mundo llegando a ser en él peregrinos y extranjeros, declarando por
nuestra propia abstención que procuramos un lugar que habita más allá del
sepulcro, que nuestro deleite se asocia con nuestro Salvador, y que aunque el
pecado y la muerte y la maldición se hallen por todas partes en evidencia a
nuestro alrededor, no podemos encontrarlo a Él en el comer ni el beber, o
dándonos en casamiento; sino antes bien hallamos el más grande y profundo
regocijo a Su lado en aquella circunstancia que, superficialmente, parezca ser
la más tristes y oscura hora de la vida. “El que vive lo pondrá en su corazón”
(7:2); además, “Mejor es el pesar que la risa” (7:3) por la misma razón,
“porque con la tristeza del rostro (externa) se enmendará el corazón (interno)”
(7:3). El mundo solo piensa en las apariencias del rostro, el creyente piensa
más en el interior del corazón. La verdadera sabiduría reconoce la esencial
diferencia.
“…El
corazón de los sabios está en la casa del luto (y así se hará cada día
“mejor”); mas el corazón de los insensatos en la casa que hay alegría” (7:4).
La
asociación con los que estén de luto no parece ser causa de tanto gozo para la
carne como lo pueda ser la alegría y la risa, sin embargo:
“…Mejor es
oír la reprensión del sabio que la canción de los necios, porque la risa del
necio es como el estrépito de los espinos debajo de la olla. Y también esto es
vanidad (7:5, 6).
La
elección de los mundanos es fugaz y se evapora. La breve hora de alegría es
frecuentemente seguida por días de amargura. El pobre e ignorante mundo no ve
nada más allá de esta era actual y presente, y la mayoría de los cristianos
parecen haber conspirado para perpetuar su amargura también. La Cristiandad
actual con su actitud mundana, sus placeres, sus incentivos carnales, su
abandono de la senda estrecha, su filosofía, sus políticas…todo proclama a viva
voz la negación de la resurrección. La Iglesia se acerca a pasos largos de la
impiedad que envuelve la negación del poder de la resurrección, y con eso en
canción y sermones suena la vieja tradición que pone de lado y abandona la
resurrección, hace un puente en el abismo que existe entre la carne y el espíritu,
y procura con eso remendar y mejorar todo aquello que es corrupto, carnal y
mortal. Eclesiastés 7 es una sobria verdad. Escuchemos por tanto la reprensión
del sabio, y siendo conscientes del fin de todo hombre, pongamos el hecho en
nuestro corazón.
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